jueves, 23 de noviembre de 2017

LA MALDICIÓN DEL FRAILE CONVERTIDA EN BENDICIÓN



PREÁMBULO

Gracias a la oportuna y valiosa colaboración del Pbro. Luis Manuel Díaz realicé una pequeña biografía de Mons. Salvador Montes de Oca, II Obispo de Valencia y mártir de la Caridad y de la Fe. En medio de gran cantidad de papeles, libros y folletos de la biblioteca del Seminario de la Arquidiócesis de Valencia, N.S. del Socorro, me llamó poderosamente atención la infancia de Mons. Montes de Oca y las crónicas de Carora, lo que me llevó a profundizar un poco más la investigación relacionada con todo el entorno del ilustre Obispo. De esta forma surgió la idea de cruzar un cuento entre la leyenda de “la maldición del Fraile” y la sublime historia del Obispo Santo y Mártir. Al iniciar este segundo trabajo me sobrevino un accidente totalmente imprevisto de atascamiento intestinal en la hernia inguinal del costado derecho, debiendo ser operado quirúrgicamente de emergencia. Me sentí tan mal y con tan pocas fuerzas, que entré a quirófano con grandes dudas de resistir. Ya en la puerta del quirófano expresé al santo Obispo:
Creo que no podré terminar este pequeño cuento. Queda en tus manos que lo finalice o no”. Cuando me encontraba en la sala de recuperación desperté, y me percaté de que Mons. Montes de Oca quiso que finalizara el cuento. Me complace inmensamente haber logrado finalizar el cuento novelado antes de que me quitaran los puntos de la herida de la operación quirúrgica.
Recomendación: antes de leer la maldición del fraile, es recomendable leer primero el artículo titulado OBISPO HÉROE Y MÁRTIR, publicado en este mismo blogger en el mes de mayo 2017



                
LA MALDICIÓN DEL FRAILE CONVERTIDA EN BENDICIÓN
(Cuento novelado)

El terruño natal de notables religiosos caroreños, ha sido calificado por cronistas como una ciudad levítica al haber logrado ser cuna por encima del centenar de sacerdotes venezolanos, entre los cuales, se destacan Fray Idelfonso Aguinagalde Luque, párroco de San Juan Bautista en Carora (1826 - 1829) y Monseñor Andrés Salvador Montes de Oca, segundo Obispo de Valencia (1927 - 1934), aparte de otros 4  obispos caroreños:  1) Mons. José Manuel  Arroyo y Niño, Obispo de Guayana (1856 - 1885); 2) Mons. Salustiano Crespo Catarí, primer obispo de Calabozo (1881 -1888); 3)  Mons. Críspulo Uzcátegui Oropeza, Arzobispo de Caracas (1885 - 1904); y 4) Mons. Eduardo Herrera Riera, primer obispo de su ciudad natal Carora (1965 - 1994).

Fray Idelfonso Aguinagalde


Fray Idelfonso Aguinagalde nació el 23/01/1792, hijo de los destacados caroreños Vicente Aguinagalde e Inés María Luque Segovia, gracias a quienes tuvo oportunidad de tener 5 hermanos, entre quienes hubo otro sacerdote, el Pbro. Pedro María Aguinagalde Luque. Sus primeros estudios los cursó en la misma ciudad que lo vio nacer. Para el año de 1812 sus padres lo enviaron a la ciudad de Mérida a fin de cursar estudios religiosos, donde ingresó a la orden religiosa de los Franciscanos. En 1816 fue ordenado sacerdote en la ciudad de Caracas en el convento de San Francisco.

Su superior religioso lo envió en 1821 al convento franciscano de Santa Lucía [1] en Carora donde cumplió diversas labores pastorales, entre ellas, párroco de San Juan Bautista desde 1826 a 1829. El ejercicio de su profesión religiosa coincidió con la cruenta guerra de la Independencia de Venezuela y gran parte del revoltoso periodo republicano una vez separada Venezuela de la Gran Colombia. Se inclinó preferencialmente por la docencia al dictar cátedras de secundaria en el mismo convento de la ciudad caroreña.

Fray Idelfonso Aguinagalde dejó profundas huellas gracias a su labor apostólica en el campo de la educación sustentada fundamentalmente en la doctrina social contenida en el mensaje de Jesús a través de los evangelios. Partiendo de tales premisas su pasión apostólica se caracterizó por la difusión de ideas a favor de los más golpeados durante la guerra independentista y las guerras republicanas. Entre sus discípulos se destacó el polémico médico y pensador Idelfonso Riera Aguinagalde, sobrino materno, quien llegó a practicar su medicina en los batallones liberales durante la Guerra de la Federación, y quien mantuvo un notable debate público defendiendo la causa liberal en la prensa escrita con personalidades de resonancia, como Cecilio Acosta y Arístides Rojas [2].

Al margen de su estado clerical, en lo personal, Fray Idelfonso Aguinagalde se identificó con la corriente política de los liberales, identificándose con la federación, lo que influyó para que los conservadores, en la persona de Francisco Juan Oropeza Álvarez y otros, lo adversaran y obstaculizaran  sus actividades apostólicas, en especial, las docentes. Fue así, como transcurriendo 1854, el caudillo conservador caroreño, Clemente Fonseca, bajo las órdenes del general Juan Bautista Rodríguez, se alzó bajo modalidad de guerrilla contra el gobierno liberal de José Gregorio Monagas, logrando tomar en una de sus incursiones, a Fray Idelfonso en calidad de rehén. Simultáneamente, el general Rodríguez tomaba por las armas la capital del estado, donde el gobernador en ejercicio, capitán Martín María Aguinagalde Luque, hermano del fraile caroreño, resultó gravemente herido y muerto.

Tales acontecimientos no podían pasar desapercibidos a los ojos de de la pequeña comunidad provinciana, donde hasta lo mínimo ocurrido, por familiar o por poco que fuera, se esparcía por todos los vientos. Pasando de boca en boca y santiguándose simultáneamente, a través de corrillos por aceras, plazoletas frente a los templos y puestos de mercados públicos, la gente comentaba y murmuraba en voz baja los patéticos enfrentamientos entre conservadores y liberales, y lo más notable del escenario al cual se enfrentaban, todo estaba relacionado con el fraile del pueblo y su hermano gobernador, envueltos ambos en todo este asunto.
La figura patriarcal del fraile se había hecho muy popular en todos los rincones de la ciudad, llegándose a convertir muy familiar su humilde imagen caminando por las calles, revestido de sotana marrón, cíngulo o cordón con tres a cuatro nudos, sandalias de cuero y siempre llevaba una bolsa de tamarindo en señal de amistad, la mayoría de las veces, iba acompañado por su pequeño monaguillo preferido de Barrio Nuevo, “Cheo” Herrera.

Fray Idelfonso fue trasladado en plena guerra de la Federación al convento de los franciscanos en Caracas, donde continuó ejerciendo sus labores educativas en las cátedras de latín, gramática, teología y moral. Para el año de 1863 fue seleccionado para ocupar su curul en la Asamblea nacional de La Victoria, estado Aragua, en la cual se eligió al general Juan Crisóstomo Falcón como presidente de Venezuela, posteriormente, fue designado en calidad de capellán del templo de Las Mercedes en Caracas, donde se desempeñó hasta que falleció en 1882.

La maldición del fraile


Hasta este momento todo fue historia, pero a partir del vacío que dejó el Fraile, nacieron del ingenio popular un sin número de mitos y leyendas picarescas, terminándose por su creencia firme, popularmente defendida como verdad histórica. Decían que el fraile liberal cada vez que bautizaba un infante u oficiara el responso de difuntos, antes de administrar el sacramento, indagaba de quién se trataba, a qué bando se inclinaba, si relacionado o no con los liberales. En caso de tratarse de conservadores, pronunciaba en voz baja, casi imperceptible al oído de los presentes, la frase:

Agua bendita,
agua perdida,
alma de godo no se salva”,

y aplicaba el santo sacramento, a lo que los respetuosos fieles respondían devotamente, “amén, así sea”. Entonces, el fraile se retiraba a su sacristía sin disimular en sus labios la burlona risa de satisfacción por su labor apostólica.

Pero todo se revirtió en contra del popular Fraile, cuando los conservadores presionaron para alejarlo de su ciudad natal bajo el pretexto de que  sus enseñanzas atentaban contra la sustentación del poder. En este momento se completó el mito de la “maldición del fraile”, según el cual, sus oponentes lo montaron en la silla de una burra del mismo convento, pero invertido, mirando hacia atrás, y cuando el animal ya había superado los límites del pueblo, logró desmontarse del animal, y una vez en tierra, sacudió sus sandalias para despojarlas del polvo de tierra caroreña y pronunciando las siguientes palabras: “Malditos sean los godos hasta la quinta generación”. Atrás quedaron las calles solitarias de la ciudad, la gente murmurando en voz baja, no se sabe qué cosa, por lo quedo de sus conversaciones, y en lo más profundo y oscuro de la sacristía, el pequeño monaguillo llorando por la partida de su “papá poncho”, sin lograr entender lo que la gente decía, sin olvidar el más mínimo detalle del embrollo, pero Cheo quedaba perturbado hasta los últimos días de su existencia por algo que no sabía lo qué significaba, pero en cambio, sabía que llevaba malos presagios, cosas feas: “maldición”, “malditos”, “malditas”, “maledicencia”.

Monaguillo y Sacristán de la Catedral


Barrio Nuevo está al noroeste de Carora. Su nombre no se relaciona con el momento de su fundación porque, en realidad, es uno de los sectores más antiguos de la levítica ciudad. Según genuinos cronistas, como Arminda Suárez, “la  Alondra de Barrio Nuevo”, o Marcos Aurelio Rojas,  “piyuye”, no se sabe desde cuándo se formó Barrio Nuevo, pero parece, que en la Colonia un curita que se llamaba Barrio Nuevo, llevó a los vecinos del lugar identificar el sector con el nombre del curita, y desde entonces, en plena colonia, se le conoce con tal nombre. Los actuales vecinos bien podrían denominar este barrio con el nombre de “Barrio Viejo”, en vez de “Barrio Nuevo”.

Cheo Herrera era el último vástago de un humilde hogar compuesto por la pareja procreadora y por 10 hijos e hijas en una de las céntricas calles del  barrio  Nuevo de la levítica Carora. Característico de las aldeas pobladas venezolanas, las casitas de sus pobladores eran ranchos con piso de tierra, techo de paja, calles de tierra por donde circulaba libremente las agua servidas. El agua potable era recogida del río Morere por las amas de casa en tobos y vertidos en tanques, donde una vez aclarada y asentada el agua a base de cardón, se utilizada en la cocina y en el aseo personal. Mientras el papá trabajaba el campo y la mamá atendía los oficios caseros, incluyendo el lavado de la ropa en las márgenes del río, los pequeñuelos de la casa andaban sueltos por su cuenta en calles y casas vecinas jugando y correteando.

En cierta ocasión recorría Fray Idelfonso las tortuosas calles de Barrio Nuevo cuando se topó con un grupo de chiquillos tirando y pateando una pelota de trapo, cuando uno de ellos se le acercó y juntando las manitos en señal de oración le pidió la bendición. Sin poder resistirse ante la carita salpicada de restos de fororo, pero extremadamente angelical, el Fraile lo bendijo con la señal de la Cruz, y le preguntó:
-“Cómo te llamas?”.
Vino la respuesta de inmediato, sin esconder la sonrisa de felicidad por haber encontrado a Papadiós:
-“Cheo Herrera, para servirle”.
Ambos entraron en amena conversación y congeniaron perfectamente. A los pocos días, ya no se le veía al pequeño Cheo por las calles de Barrio Nuevo, porque ahora se la pasaba en la Iglesia parroquial acompañando al fraile en sus caminatas con su talego de tamarindo. El pequeño Cheo rápidamente asimiló sus clases de catecismo, la pulcritud en el vestir y los buenos modales, por lo que era muy estimado por las familias que el Fraile frecuentaba, entre estas, se destacaban don Andrés Montes de Oca y doña Rosario Montes de Oca. Fue así, como se convirtió, primero como monaguillo, y posteriormente, al ir creciendo, como el sacristán vitalicio de la Catedral de Carora.

Cheo Herrera, con el tiempo, sin abandonar Barrio Nuevo, era el alma y soporte de la casa parroquial, en quien se basaban los párrocos de paso para poder ejercer su ministerio pastoral con efectividad providencial

El legado de un fraile


Cuando Fray Idelfonso dejó su ciudad natal para nunca más regresar dejó dos joyas en la ciudad levítica: su pequeño monaguillo, Cheo Herrera, y su legado intelectual a través de sus cátedras de Teología y Literatura para educación de nivel intermedio.

Sus ideas y enseñanzas se esparcieron a través de generaciones de relevo hasta culminar con los pioneros de la aplicación de la doctrina social de la Iglesia en Venezuela, en las personas de los presbíteros Lisímaco Arturo Gutiérrez Meléndez y Carlos Zubillaga Perera, curas párrocos de Carora y Aregue.

A mediados de octubre de 1900 los fieles cristianos de Carora recibieron con asombro y agrado, como una bendición del cielo, el apostolado humanitario “el Pan de los Pobres o Pan de San Antonio”, y  vieron extrañados, cómo su párroco, el Padre Gutiérrez, nacido en Curarigua, fundaba una hoja parroquial denominada “El Amigo de los Pobres”. No faltaban razones para que la feligresía de Carora se extrañara de las obras sociales de su párroco, en vista de que casi todo el pueblo era pobre en una época en la que prácticamente los curas de todo el orbe terrestre solo hablaban de moral y de los sacramentos, sin nunca llegar a tocar lo concerniente al tema social.

Dos años más tarde, en 1902, llegó a su ciudad natal, procedente de Caracas, el Padre Carlos Zubillaga, recién ordenado de Sacerdote, pero sin culminar su doctorado de Teología.  En vista de que se trataba de un neo sacerdote todavía inexperto, venía a las órdenes de los padres Gutiérrez y Agustín Álvarez. Muy rápidamente los padres Gutiérrez y Zubillaga congeniaron maravillosamente en sus praxis apostólicas, al tanto que el presbítero Álvarez, más bien, veía con recelo la afinidad de los otros dos curitas encompinchados. A los pocos días se les veía a  Gutiérrez y Zubillaga, recorriendo todos los sitios de la parroquia realizando su labor apostólica, profundizando las primeras acciones del comedor popular y del periódico parroquial, con visitas domiciliarias, con la fundación del hospital San Antonio de Padua, con la apertura de escuelas nocturnas para obreros que laboraban durante el día, con instituciones parroquiales de asistencia social para los desposeídos, con una coral musical y con un asilo para atender a ancianos desprotegidos socialmente.

Igual que como había ocurrido en años anteriores, cuando Fray Idelfonso Aguinagalde pescó un chiquillo muy útil en su pastoral parroquial, el Padre Carlos Zubillaga, a su arribo a su ciudad natal, también pescó para sus andanzas por barriadas, caseríos y cuanta casita de campo por apartada que estuviera, un pequeño niño que le acompañaría en sus labores apostólicas. Se trataba de su pequeño sobrino paterno, Salvador Montes de Oca, futuro Obispo de Valencia y Mártir glorioso por la Fe y Caridad. Con toda seguridad, la vocación religiosa de este pequeño sobrino nació en tales andanzas piadosas. En su corto paso por Carora, el Pbro. Carlos Zubillaga impartió la Primera Comunión al este niño cuando tenía 12 años de edad (1907).

Para garantizar el cabal funcionamiento del hospital y resto de instituciones sociales, los avanzados curitas lograron constituir una sociedad de médicos, enfermeras y paramédicos dispuestos a prestar atención profesional en calidad de acción apostólica y la Congregación de Religiosas Hijas de San Antonio de Padua para regentar el hospital [3], como así mismo, fundaron varias agrupaciones laicales de apoyo para el resto de obras sociales. Estos dos curitas provincianos suramericanos, apartados, olvidados y aislados de los grandes centros urbanos adonde llegaban primero los grandes acontecimientos dignos de resaltar, se deben considerar pioneros de las novísimas orientaciones del Concilio Vaticano I (1869 - 1870) y de la histórica encíclica de S.S. León XIII Rerum Novarum (1891) en asuntos de doctrina social evangélica, porque sus actuaciones reflejaron fielmente los puntos fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia en los nuevos tiempos de la industrialización y globalización de la naciones. Con toda seguridad, tenían que leer largos documentos que les llegaban tardíamente tras salir a la luz pública, en horas nocturnas, auxiliados por lámparas de kerosén, y por supuesto, reflexionar mucho y despejar dudas tras largos debates que les privaban del merecido descanso al cabo de sus duras faenas diarias.

Muy pronto el gallinero a nivel parroquial se le alborotó a estos dos curitas, porque los parroquianos se dividieron en discusiones tontas y estériles, en lo que respecta al formalismo de las relaciones sociales entre feligreses pudientes y feligreses pobres, entre quienes llegaban al templo de Dios limpios y pulcros, y quienes entraban al templo sudorosos, sin bañarse, mal olientes y mal vestidos, y pare de contar pretextos y más pretextos para zanjar divisiones entre hermanos de la misma religión. Por otra parte, el padre Álvarez profundizaba sus recelos ante la avanzada de Gutiérrez y Zubillaga, quienes pasaban casi todo el día fuera de la casa parroquial, recorriendo cuanto recodo parroquial pudieran, llegando retrasados a sus compromisos comunales con zapatos embarrados y sus sotanas blancas sucias y salpicadas de agua y barro cloacales, sin someterse a la disciplina y al rigor que habían recibido en el seminario.

Las tertulias dentro de las comidas entre estos tres clérigos eran amenas, alegres, pero en el fondo había cierta tensión entre ellos que quedaba reprimida en lo más profundo de sus corazones.
En una de estas tertulias clericales Álvarez le preguntó al sempiterno sacristán que les traía en bandeja un aromático cafecito:
-Cheo, tú que eres de Barrio Nuevo, ¿Porqué el Padre Carlos cada vez que llega de tu barrio viene con los zapatos y la sotana tan sucios?
Sintiéndose sorprendido e incómodo ante la inesperada pregunta, Cheo no sabía qué responder por respeto al Padre Carlos, con quien se había identificado plenamente desde su llegada de Caracas. Tras  segundos de suspenso silencio, respondió:
-Bueno, será porque el gobierno no nos manda agua potable, ni nos ha hecho cañerías para las aguas servidas.

El Padre Álvarez, no muy conforme con la respuesta, dio por terminada la tertulia y se retiró con cara de de no muy buen agrado. Cuando Cheo se disponía a recoger las tacitas vacías del guayoyito, el Padre Lisímaco lo invitó a que se quedara un rato más para que siguiera  disfrutando la agradable reunión en los pasillos que rodeaban el patio central llenos de flores y pequeños frutos. Entonces, balanceándose en sendas mecedoras los padres se complacían en escuchar a Cheo contar las historias de tragedias ocurridas en Carora a causa de “la maldición del Fraile”. Sin duda, Cheo llevaba su estricto conteo y control de todas ellas.

Fuera de las paredes de la casa parroquial, simultáneamente, los feligreses parroquianos que se inclinaban por mantener la tradición e impedir cualquier reforma manifestaban abiertamente la inconveniencia del manejo de una misma Iglesia, con estilos y sermones distintos. Como resultado, mandaron una carta al Obispo en Barquisimeto, planteando el grave problema que se estaba viviendo en Carora.

La diáspora


Lisímaco y Carlos proseguían sus rutinarias visitas a hogares sea para atender moribundos, sea para llevar el pan donde no lo había. El cuadro pintoresco siempre era el mismo, los débiles rayos solares mañaneros no sofocaban, sino más bien, estimulaban las coyunturas corporales y el ánimo emprendedor. Las calles casi solitarias eran dominadas por chicos jugando con pelotas improvisadas o persiguiéndose los unos a los otros en busca de una guarimba. Era preciso evadir charcos de aguas negras, piedras y huecos en las calles para poder llegar a su destino. Los valerosos levitas sentían en lo más profundo de su ser la tristeza de la gente en sus destartaladas casitas. De esta manera pasaban los días en la levítica ciudad. Tras pocos de estos días los dos curitas recibieron sendos telegramas provenientes de la Curia Episcopal de Barquisimeto. El Padre Lisímaco Gutiérrez recibió instrucciones para encargarse de la parroquia de Aregue, al tanto, que el Padre Carlos Zubillaga recibía la orden para trasladarse a la Iglesia de San Dionisio. Y los religiosos, haciendo gala de sus virtudes como consagrados, cumplieron al pie de la letra las disposiciones emanadas de la Diócesis barquisimetana. Es más, de mutuo acuerdo, solicitaron autorización por parte de la Curia Diocesana, para entronizarse mutuamente en sus respectivas parroquias.

Fue así, como, al Padre Carlos le tocó presentar frente a los fieles parroquianos de Aregue la síntesis curricular del nuevo párroco:
Nació en Curarigua de Leal el 3 de abril de 1860, hijo de respetable familia  formada por los esposos don Juan Agustín Gutiérrez y doña Rufa Meléndez. Se vio obligado a interrumpir sus estudios de formación religiosa debido a la penosa enfermedad de su padre, cuando tuvo que atender el pequeño establecimiento comercial de su padre enfermo en esta misma población de Aregue. Al reiniciar y culminar sus estudios eclesiásticos, fue ordenado sacerdote en 1884. Recién ordenado sacerdote fue nombrado cura de Arenales y Auxiliar de Atarigua (1885 a 1898). Para cubrir la falta de sacerdotes, en 1886 se le agregó la atención apostólica de Curarigua (1886). Posteriormente se le ha visto desempeñarse en Carora, auxiliar de Burere y de La Pastora (conservando la Capellanía del Hospital San Antonio y de la Capilla El Calvario) y finalmente, cura Interino de Aregue y Auxiliar de la Capilla El Calvario”.
Hurgando en anales eclesiásticos larenses se tiene la información de que el Pbro. Lisímaco Gutiérrez murió el 20 de octubre de 1919 en su propia parroquia de Aregue, y sus restos descansan en la Capilla San José de Aregue.

A su vez, cuando le correspondió al Padre Lisímaco Gutiérrez presentar a su hermano Carlos Zubillaga ante los feligreses de la Iglesia de San Dionisio, presentó esta pequeña biografía del joven levita:
El padre Carlos Zubillaga Perera nació el 21/02/1880 en Carora, hogar de la ilustre y ejemplar familia que formaron don Teodoro Zubillaga Perera y doña Rosa Elvira Perera Yépez. Sus estudios a nivel medio los culminó en el Colegio Federal Carora donde recibió el título de Bachiller en Ciencias Filosóficas (28/07/1898). Continuó sus estudios eclesiásticos en Caracas, y con fecha 07/12/1902 fue ordenado sacerdote y enviado a su ciudad natal para abrirse campo en el ejercicio sacerdotal. Se dirigió nuevamente a la ciudad de Caracas en 1905 para completar su tesis de doctorado en Teología y defender su tesis “La Iglesia y la Civilización”, y culminada su formación intelectual, retornó a Carora para continuar su apostolado parroquial, de donde partió a esta Iglesia de San Dionisio”.

Los dos sacerdotes que fueron extraídos de Carora mediante una pinza quirúrgica para ser colocados en Aregue y en San Dionisio, mantenían su mismo estilo de  trabajo en sus nuevas jurisdicciones. En vista de que dichas localidades eran vecinas a la ciudad levítica, se les podía ver reunidos cuando casualmente coincidían en sus jornadas rutinarias fuera de la sacristía o de sus despachos parroquiales. Muchos enfermos del hospital San Antonio pedían que uno de ellos dos los atendiera en sus lechos de enfermos, o en sus esporádicos ratos libres coincidían en sus visitas a los Montes de Oca, a los Zubillaga, a los Perera y a otras familias caroreñas. Hasta el mismo Padre Álvarez les pedía auxilio en las confesiones y otros menesteres cuando no se daba abasto por la cantidad de feligreses en la comarca para tan pocos curas. Entonces, se apreciaba la diferencia entre las largas colas frente a los confesionarios de los curitas visitantes, frente a las cortas colas del confesionario  del párroco titular.

El sacristán a perpetuidad de la Catedral de Carora se mantenía firme en sus labores parroquiales y sociales entre Barrio Nuevo y las calles aledañas a la Iglesia de San Juan Bautista. En su pequeña, sencilla y limpia habitación seguía anotando en una pequeña libretica todas las desgracias ocurridas en Torres, por pequeña que fuera, y achacándoselas a “la maldición del fraile”. Había hecho estrecha amistad y comunicación con don Andrés Montes de Oca Zubillaga, padre del seminarista Salvador Montes de Oca. La casa de los esposos Andrés y Rosario era asiduamente visitada por curas y feligreses caroreños. Cheo Herrera no perdía largas tertulias, en sus ratos libres, con don Andrés, cómodamente sentados en la puerta de la calle, sin menospreciar el cafecito acompañado de frescas y tostaditas galleticas que les traía la señora Rosario. En una de esas veladas le confesó a su interlocutor, muy privadamente y con tono de voz muy quedo, la gran preocupación que llevaba en lo más íntimo de su entendimiento con respecto al padre Carlos desde hacía poco tiempo, pero que se venía acentuando desde que se habían presentado las discrepancias entre el padre Álvarez y los padres Lisímaco y Carlos, especialmente, desde cuando fue trasladado a  la Iglesia de San Dionisio. Resulta ser que lo veía como enfermo de los nervios, menos expresivo, extremadamente nervioso. Ayer mismo en la tarde, cuando se disponía dirigirse al sagrario para llevar el viático a un enfermo que lo había llamado, me le acerqué para saludarlo con un golpecito en el hombro, pero el padre Carlos, de inmediato se echó a correr y cuando me vio, se tranquilizó, hasta se sintió avergonzado, pálido, frente a mí, pidiéndome disculpas, y todo el embrollo terminó sin más cosas. Cheo aportó muchos detalles adicionales que reforzaban su preocupación por la manera de comportarse el padre Carlos, muy distinta a como solía ser. Cheo terminó por preguntarle a don Andrés:
-“Que podemos hacer, para ayudarlo?” Don Andrés le respondió:
“Me parece muy bien que no hayas comentado todo esto con otras personas. Tú sabes cómo es la gente de aquí, debemos guardar esto entre tú y yo como un gran secreto. Déjamelo de mi cuenta, que yo me encargaré de solucionar ese problemita, y puedes estar seguro, Cheo, que te informaré de cualquier detalle sobre el asunto que estamos hablando”.

Paranoia,  manía de persecución


Don Andrés había quedado sumamente preocupado después que se despidió de Cheo, aunque este último, con su buena fama de escudriñador, ni remotamente, había notado tal preocupación. Después de una mala noche y finalizada la misa tempranera a la cual acudía todos los días, don Andrés se dirigió al Hospital de San Antonio de Padua y buscó a los doctores Lucio Antonio e Ignacio Zubillaga. Una vez reunido con ellos les planteó con lujo de detalles toda la problemática que le había presentado Cheo, el día anterior.

Los galenos, después de prestar mucha atención, expusieron respetuosamente y de manera alterna, que lo que se estaba presentando en el caso del padre Carlos Zubillaga, se trataba de un cuadro, posiblemente, de “paranoia, manía persecutoria”. Pero, en todo caso, sería necesario que un psiquiatra lo examinara y lo diagnosticara profesionalmente, porque ellos estaban especializados en ramas médicas, distintas al caso que les presentaba don Andrés. De todas maneras se tomaron la iniciativa de exponer, a manera de clase magistral, lo que se debería saber acerca de la paranoia, manía persecutoria, para el mejor manejo de la situación ante la cual se encontraban.

Los galenos advirtieron que la ayuda solicitada para el padre Carlos se hacía sumamente difícil, porque tales pacientes no ven el mundo de la misma manera que el resto de la población sana, agravándose la situación, porque más bien pueden enemistarse, o incluso, agredir en defensa propia a quienes tratan de ayudarlos, porque piensan más bien que lo quieren es atacarlo. El foco central de la enfermedad se basa en la firme creencia por parte del paciente en que una o más de una persona constantemente están vigilando, juzgando y persiguiéndolo para destruirlo. Todo este cuadro genera en el paciente un gran sufrimiento y frecuentes conductas bizarras.

Todos los órganos sensoriales de las personas afectadas por esta anomalía funcionan bajo impulsos celebrares predispuestos a la influencia de paranoia, en consecuencia, las alucinaciones son alteraciones de la percepción sensorial en las que el paciente crea sensaciones en ausencia de estímulo externo que la produzca, en otras palabras, se está frente a ilusiones sensoriales. Es así, como el sonido nocturno del brinco de un gato sobre el tejado de zinc, es percibido como la entrada impetuosa de un agresor sobre el paciente, obligándolo a correr o a defenderse enfrentándolo agresivamente. Entre los riesgos que se pueden presentar en este tipo de psicosis paranoicas están las agresiones contra otras personas, o las de auto-agresión que pueden conducir al suicidio. En fin, hay muchos detalles sobre la materia, que quien mejor puede controlar al paciente, es un psiquiatra. Y fue la recomendación que les hicieron los doctores Zubillaga a don Andrés Montes de Oca antes de despedirse y terminar la entrevista.

La lista de Cheo


Cuando el padre Carlos ya se había adaptado muy bien en la Iglesia de San Dionisio, en muy pocos días, recibió nuevamente un nuevo telegrama, en donde se le impartía instrucciones desde la Curia episcopal de Barquisimeto, para que se trasladara a su nueva parroquia en la población de Duaca, lo cual lo perturbó aun más su maltrecho estado espiritual y físico. Con exactamente el mismo ánimo que se había manifestado cuando partió de Carora a San Dionisio, ahora recogía sus pocas pertenencias para irse a Duaca, lleno de ilusiones y esperanzas, pero con corazón entristecido; planificando desde ya, cómo abordar su nuevo ministerio pastoral que fuera fiel reflejo del Evangelio testamentario del Hijo de Dios, agradable a los ojos del Padre Eterno, e iluminado por las luces del Espíritu Santo.

La precipitada entronización no pudo ser presidida en esta oportunidad por el padre Lisímaco, sino por el enviado personal del Obispo, quien conocedor de la insigne preparación intelectual del padre Carlos, le brindó el mayor respeto y apoyo. En sus cortas palabras de bienvenida, se limitó a resaltar que las dotes y virtudes del nuevo prelado llevarían a la Parroquia  de san Juan Bautista hacia muy buenos caminos en poco tiempo para momentos difíciles. La Iglesia se sentía desolada a falta de feligreses informados sobre la noticia del nombramiento de nuevo párroco para Duaca, como así mismo, daba la impresión de iglesia abandonada, por falta de limpieza y la lamparita del sagrario apagada. En medio de tanta desolación y abandono, un gran estímulo fortaleció al padre Carlos en momentos tan estériles: entre los cinco fieles que asistían a la improvisada ceremonia, un humilde hombrecito, descubierta su cabeza y el sombrero en manos lo saludaba tímidamente desde el banco donde estaba. Cheo, en persona, se había trasladado desde Carora para presenciar su entronización. Al siguiente día todo el penoso ambiente que embargaba al templo parroquial, empezaría a cambiar tras el juvenil esfuerzo del nuevo párroco que había tomado posesión el día anterior.

La fama del nuevo curita en Duaca se corrió rápidamente por toda Duaca, incluyendo todos los campos y sectores por apartados o escondidos que estuvieran. No había completado el tiempo que había pasado en la Iglesia de San Dionisio, cuando en una humilde casita de la parroquia, la abuelita ya anciana se encontraba en el solar del rancho recogiendo los pocos huevos que la gallina ponía, cuando una cerda celosa por sus crías revolcó a la viejita, quien cayó sin sentido y sangrando al suelo. Los hijos y nietos salieron desesperados, unos en busca del médico, y otros en busca del nuevo cura. Quienes llegaron a la casa cural se dieron cuenta de que no estaba. Se dirigieron entonces a la Iglesia, donde encontraron al Padre Carlos a la mitad de las escaleras, subiendo al campanario. En vista de que iban en busca del cura muy exaltados por la emergencia del caso, gritaron al Padre Carlos desde abajo, pero el padre Carlos dejó caer la pequeña imagen de N.S. del Pilar y corriendo impetuosamente terminó de subir al último piso del campanario, y sin tregua en su desenfrenada carrera, los muros del estrecho campanario no detuvieron su paso, precipitándose al vacío, hasta caer sobre el pavimento de la calle. La impresión de todos los circundantes para ese momento fue indescriptible, al ver al padre tirado y rodeado por el charco de su propia sangre. Su agonía duró 5 días, tras los cuales, el Señor lo recibió en su Paraíso celestial.

Cuando Cheo Herrera recibió la infausta noticia del fallecimiento del Padre Carlos Zubillaga, no pudo contener su desconsolado llanto, íngrimo y solo en su pequeña habitación, igual, que cuando a los 9 años, sin aún saber leer y escribir, lloraba solo en la sacristía del Convento de Santa Lucía ante la separación de su papá Poncho. Pero, en esta oportunidad, muchos años después, agregaba en la última fila de su libretica otra maldición más del Fraile, asignándole la fecha 21/12/1911.

Maldición convertida en bendición

 

Los días pasaban lentos para quienes no tenían nada que hacer, y muy rápidamente, para quienes tenían muchas cosas por hacer. El paso de los días provocaba el paso de los años y todo Torres mantenía sus costumbres y hábitos sin cambios notables. El paso de los días y de los años no perdonaron el envejecimiento de la gente.

Cheo mantenía su habitación privada tanto en Barrio Nuevo como en la casa parroquial de San Juan Bautista, sin separarse nunca de su libretica donde anotaba por número, fechas, lugares, y nombres todo acontecimiento trágico en su entorno donde se desempeñaba, señalándolos como el cumplimiento fatídico de “la maldición del Fraile”. Con la biblia no tenía problemas, porque tenía una en cada mesita de noche de ambas habitaciones. Entre estas dos, donde se sentía a mayor gusto era la que estaba en la casa parroquial. El modernismo aún no había llegado a Carora. Su pequeña habitación sencilla, pero pulcra no tenía baño, obligándolo a salir al solar trasero donde  se encontraba una letrina, y al lado, un baño improvisado sin paredes, pero cubierto por cortinas corredizas, todo, rodeado por matas de jardín sin orden de horticultura. No gozaba del alumbrado eléctrico, por lo que tenía que iluminarse con lámparas de kerosén, tanto en su habitación, como en pasillos y solar trasero. El agua para consumo humano se traía en pequeños baldes de agua hasta un tanque central en el solar. Pero los días bajo este ambiente, pasaban felices, aunque fueran cortos o largos.
Anexo a la libretica de la lista las “maldiciones del Fraile”, llevaba también sus anotaciones personales que seguían el curso de sus íntimos amigos, empezando por la de su papá Poncho, siguiendo con la de los padres Lisímaco y Carlos, y de estima muy especial, finalizaba con la cronología del seminarista Salvador Montes de Oca. Bajo la temblorosa luz de su lámpara repasaba la de este último, cuando le llegó la noticia de que el padre Salvador Montes de Oca había sido elevado a la categoría de Obispo. Complaciente y risueño, leía:

                                                           SALVADOR MONTES DE OCA


A pesar, de seguir tan de cerca al joven levita y comentar muchas veces con don Andrés tales acontecimientos, le parecía increíble que hubiera ascendido a posiciones tan honrosas en tan corto tiempo. Adicionalmente, se asombraba profundamente en sus cavilaciones íntimas al observar las profundas diferencias tan notables entre la lista de maldiciones y las crónicas, sin saberse explicar, el porqué de las malas y de las buenas.

Cuando se efectuó la Consagración del nuevo Obispo, Cheo no se resistió y viajó a Valencia para asistir a la ceremonia. Cuando los fieles besaban las manos del joven obispo, Mons. Salvador lo indujo a ponerse de pie para darle un cariñoso abrazo. A partir de ese momento siguió completando la hojita que le correspondía. Quedaban reseñadas la extradición del Obispo de Valencia a Trinidad por parte del Gobierno de turno, su retorno, su viaje de visita a Limina, y así, de esta misma manera, todo acontecimiento importante en el desempeño de su Obispo caroreño.

La estrecha amistad entre Cheo Herrera con la familia Montes de Oca se profundizaba cada día más. Igual, las frecuentes y rutinarias conversaciones vespertinas con don Andrés. De esta manera siguieron pasando los días, semanas, mese y años. Ya anciano le tocó la triste noticia del ajusticiamiento del cartujo Bernardo María (Salvador Montes de Oca) en Lucca de la Toscana, Italia por huestes fascistas. Precisamente, se encontraba en la casa de los Montes de Oca, cuando don Andrés mandó a llamar a todos los presentes para informarles la infortunada noticia, bajo el natural dolor de un padre que pierde algo muy suyo y profundamente entrañable, diciendo con voz quebrada, pero con mucho valor espiritual:
-“¡Vengan a la capilla! Vamos a dar gracias porque el Señor nos ha concedido el privilegio de tener un mártir en la familia”.
Para ese momento, Cheo, ya había agregado una maldición más a su libretica de bolsillo, y como le embargara más la emoción que el intelecto, y sin poder evitar el llanto, al oír las palabras de don Andrés, sintió en su razonamiento íntimo como si le entrara un dardo centelleante que lo llevó a buscar instintivamente en su bolsillo la libretica de “las maldiciones del Fraile”, apurruñándola hasta convertirla en una pelotica dispuesta para la papelera, exclamó:
-“Carajo, estas maldiciones ya no son, se convirtieron en Bendición de Dios”.

Juan Pablo Sarratud Porras, Ciudad Alianza, miércoles 22/112017, 9:11 a.m.





[1] Fundado aproximadamente en el año de 1582. Los franciscanos tenían el privilegio de constituir la principal orden religiosa en la
   Colonia, hasta tal punto, que fue la que logró captar mayor cantidad de vocaciones criollas para ser considerada autosuficiente.-
[2] El insigne escritor Cecilio Acosta, a pesar de ser liberal, mantenía criterios personales aunque chocaran con su tendencia política.-
[3] En este numeroso grupo de laicos comprometidos se pueden mencionar algunos: los doctores: Julio Segundo Álvarez, Lucio Antonio e Ignacio Zubillaga; los farmaceutas Rafael Lozada, Jacobo Haím Curiel y Ramón Riera Álvarez; las enfermeras Eugenia Mendoza, Andrea Mejías, Leonor Piña, Julia Pérez, Regalada Brizuela, Altagracia Aponte, Teresa Arapé, presentación Ávila, Bartola Crespo, Josefa Antonia Arapé, Teresa de Jesús Piña, Rosa Ramos, María de la Concepción Rojas, Hermelinda Torres, Leticia Labastidas, Paula Emilia Segovia, Julia Josefa Álvarez, Ifigenia Castañeda, María del Carmen Escalona, Ana Rosalía Madrid, y Saturnina Cuicas.

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